Capital Federal (Agencia Paco Urondo) El Gobierno de Cristina Fernández vivió un revés político en su intento de aumentar las retenciones a las exportaciones agrícolas (que se mantienen en 35%). Otro capítulo del largo conflicto del Estado Nacional con las patronales campestres en torno al reparto de rentabilidades extraordinarias vinculadas con los recursos naturales y la generación de divisas.
Dicho enfrentamiento puede enmarcarse en un contexto latinoamericano más amplio, vinculándolo con los procesos que tienen lugar en países hermanos como pueden ser Bolivia o Venezuela. En todos los casos, se trata de gobiernos cuyas reivindicaciones populares son resistidas por amplios movimientos políticos.
En consecuencia, este artículo propone pensar algunos procesos latinoamericanos a partir de analizar los movimientos de resistencia y los actores económicos que los conducen (y sus aliados políticos e ideológicos). Este aporte busca sumar a los diferentes análisis existentes en torno a la realidad de la región y sobre la implementación (o no) de políticas que buscan desarticular matrices (económicas, culturales) propias del neoliberalismo. El debate está instalado en no pocos espacios intelectuales y militantes, con conclusiones distantes, muchas de ellas que señalan a los gobiernos latinoamericanos como continuadores de las intervenciones profundizadas en los ’90.
Vale adelantar una primera conclusión: las actuales situaciones conflictivas que ilustran el horizonte latinoamericano (y específicamente el argentino) deben comprenderse menos como defectos o males a evitar por los Gobiernos populares que como emergentes de transformaciones que actúan sobre nervios medulares de la sociedad neoliberal. De esta manera, debe aceptárselas como elementos constitutivos de los años por venir en el continente.
Venezuela y Bolivia
Venezuela, Bolivia y Argentina presentan especificidades socioeconómicas, políticas, históricas, étnicas, que exigen remarcar diferencias entre los procesos conducidos por Chávez, Evo Morales y Kirchner - Fernández, respectivamente. Sin embargo, los tres presentan un rasgo que los unifica: la virulencia de importantes movimientos políticos de resistencia contra sus intervenciones públicas.
Vayamos por parte. En abril de 2002, el país caribeño sufrió un golpe de Estado protagonizado por los mandos militares, la clase empresarial, buena parte de la dirigencia política local, los medios de comunicación y la embajada norteamericana. Contó también con la simpatía de las capas urbanas de ingresos más altos. Luego de restaurado Chávez gracias al apoyo popular, las disputas continuaron y se profundizaron hacia fines de 2002 con el comienzo de un paro petrolero que cuestionó el poder del Estado para administrar la extraordinaria renta proveniente del oro negro.
Denominada como “paro cívico nacional”, la medida se extendió desde diciembre hasta febrero de 2003. Comenzó luego de que Chávez quisiera transformar a PDVSA, la empresa pública dedicada a la explotación de los hidrocarburos, en una herramienta para superar el subdesarrollo a Venezuela. Al país caribeño lo caracteriza una economía dependiente cuyas principales riquezas provienen de los recursos naturales, vía ingresos de divisas. Es el quinto productor de petróleo del planeta en un contexto de suba generalizada de precios de los combustibles.
Entre las políticas cuestionadas de Chávez se destacaron el aumento de impuestos a las transnacionales, la participación mayoritaria del Estado en las empresas mixtas, y el control sobre PDVSA, empresa gestionada por una elite distante de cualquier interés nacional. Contra esas medidas arremetió el paro de los trabajadores petroleros que fue acompañado por la patronal reunida en Fedecámaras (también partícipe del frustrado golpe de abril), la oposición reunida en la Coordinación Democrática (cuántas barbaridades se han hecho en nombre de la democracia), los medios de comunicación y parte de los estratos sociales más acomodados. No faltaron en ese contexto las multitudinarias marchas, lo que demuestra el alto consenso alcanzado por el neoliberalismo en extensos sectores de la sociedad.
Las consecuencias del paro se hicieron sentir: caída abrupta del PBI, desabastecimiento, pérdidas de ingresos ante la baja de las exportaciones, incremento de la inflación, detenimiento de la economía, etc. El chavismo logró superar la crisis consolidando el apoyo popular y avanzando en la reestructuración de PDVSA para convertirla en herramienta vital para el desarrollo venezolano.
Con especificidades, Bolivia busca revertir matrices económicas y culturales que apuntalan la exclusión social. Los cambios se profundizaron a partir de 2006 con la asunción de Evo Morales como presidente con el 54% de los votos. Se constituyó en el primer mandatario de origen indígena en un país cuyo 65% de la población (5,5 millones aproximadamente) pertenece a los pueblos originarios.
Desde su llegada, Evo reivindicó su compromiso con las mayorías postergadas del país; en el mismo sentido, manifestó la necesidad de recuperar la capacidad del Estado nacional para apropiarse de riquezas. En efecto, una de sus primeras medidas centrales fue la nacionalización de los hidrocarburos, recuperando el rol de la empresa estatal YPFB en toda la cadena de producción de gas y petróleo.
La intervención pública sobre recursos estratégicos como el petróleo y el gas (lo mismo ocurre en Venezuela) se torna fundamental para profundizar proyectos populares que necesitan desarrollar sus países, rompiendo lógicas de dependencia económica. En dos sentidos: acaparando ingresos extraordinarios ante la suba de precios, y controlando un recurso vital para el aparato productivo.
Similar a lo sufrido por el chavismo, Evo enfrentó desde sus comienzos un movimiento político de resistencia que fue conducido por la “media luna” oriental boliviana: es decir, los departamentos ricos del este dedicados al latifundio y las explotaciones petroleras y gasíferas. Culturalmente, este movimiento es conducido por las clases medias y altas blancas de Santa Cruz que reniegan de la “Bolivia coya”, a la que responsabilizan del atraso del país. Desde fines de 2007 y durante todo este año, las provincias díscolas exigen la autonomía, que en buen romance significa reducir la intervención del Estado nacional sobre las riquezas regionales.
Habría que estudiar también el rol de las clases blancas del Altiplano, insertas en la burocracia estatal pero desplazadas por la hegemonía por los blancos de Santa Cruz. Probablemente el vicepresidente García Linera exprese a esos sectores hegemónicos en declive en alianza con Morales. Esto suma complejidad al proceso, pero es la característica que suele tener la realidad.
El domingo pasado, una nueva elección (esta vez, un referéndum revocatorio de mandato) amplió la legitimidad del proyecto, al recibir Evo un apoyo popular que rondó el 68% y superó los sufragios presidenciales recibidos en 2006. Igualmente, el triunfo en muchos distritos orientales de los prefectos opositores hace imaginar que el conflicto seguirá integrando el panorama del país vecino.
La situación argentina
Desde marzo de este año, Argentina experimenta su propio conflicto. En su caso, se trata del rechazo de las patronales agropecuarias a que el Estado nacional intervenga sobre sus rentas extraordinarias provenientes de las exportaciones de granos (soja, trigo, girasol) y carnes. La crisis produjo desabastecimiento de productos básicos en no pocas ciudades del país a partir de la medida de fuerza más lesiva desde la ofensiva patronal de febrero del 76.
Al igual que en los otros casos descriptos, los reclamos tuvieron fuerte eco en los grandes medios de comunicación y recibieron el acompañamiento de los sectores medios y altos de las urbes más prósperas. Cacerola en mano, los manifestantes exigieron, entre otras cosas, que el Estado “deje de sacarle plata al campo”. En términos económicos pero también culturales, se cuestionó al rol del Estado y de la política como herramientas de intervención en los asuntos públicos, a partir de una ponderación de intereses individuales y sectoriales sobre colectivos.
Algunas conclusiones
En los tres casos revisados, los conflictos adquieren relevancia porque giran en torno a sectores estratégicos de las respectivas economías, por varias razones. En primer lugar, se trata de actividades que generan divisas; entonces, la discusión alrededor de quién se apropia de las ganancias extraordinarias se vuelve central para determinar qué sociedad se pretende. En segundo lugar, porque se trata de recursos indispensables para la soberanía nacional, ya sea como insumos para las industrias (hidrocarburos) o para la producción de alimentos (granos y carnes), componente fundamental del salario obrero.
El recorrido planteado permite entrever dos conclusiones. Por un lado, comprender los movimientos políticos de resistencia (los actores que los lideran, su virulencia) que tienen lugar en Venezuela, Bolivia y Argentina como respuestas a procesos políticos que cuestionan profundas transformaciones y cristalizaciones (económicas, políticas, culturales) propias del neoliberalismo.
Por último, pensar al conflicto como elemento constitutivo de la democracia y la política. Por ende, debe incorporárselo como característica insoslayable de los actuales procesos populares. Porque el paradigma económico y cultural propio del neoliberalismo no puede ponerse en duda sin que se escuche el ruido propio de los cimientos cuando empiezan a resquebrajarse.
(Agencia Paco Urondo)
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